lunes, 6 de julio de 2009

La noche nunca se apaga en la ciudad.

Alguna que otra estrella se esfuerza en resaltar y ser visible a través de todas esas luces artificiales. Los coches cortan el aire helado de la madrugada.

Ligeramente embriagada observas las luces que pasan tan rápido como las balas.

De pronto recuerdas cómo una de esas balas se hundió en tu pecho...

Te trasladas sin decir nada. Revives aquel momento y el aires se hace escaso. Aquella bala

te dio de lleno. Estás herida y el dolor que te invade es casi tangible.

En tu mente el asfalto se refleja en el cielo. Ya no hay luz, ni sonidos externos; estás sola. Caminas por la acera sin vacilar, sin prestar atención a los fantasmas que te vienen a visitar.

Su voz, sincera y sin titubeos, resuena en tu memoria y te destroza.

Intentas escapar pero no puedes huir de algo que llevas dentro.

Entonces, te giras y me miras. Tu expresión es tan triste...

Pienso que estás a punto de echarte a llorar, pero sonríes.

Y me dices que tus lágrimas son de ácido...

Y yo, que tengo lágrimas de bezoya, lloro por ti.

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