Tras
la luciérnaga golpea de nuevo
No más de cinco minutos, a paso tranquilo, separan el
metro La latina del Atelier. Desde la calle
parece un bar normal y corriente, común, como todos los demás pero al atravesar
el umbral de la puerta te introduces en un micro clima tan profundo como
maravilloso, poético y artístico (que no artesanal, no únicamente).
El Atelier tiene estrella
y sabes, si entras, que te vas a contagiar.
Las cosas como son, el bar está genial,
pero estoy deseando ver a los de Tras la luciérnaga – podríamos haber dicho
cualquiera de los cerca de treinta que estábamos en el bar -.
Paredes de color claro, estanterías llenas
de libros, lienzos virginales en atriles, evocación artística total. Aunque lo
que más llamaba la atención era un piano reinando la sala y una guitarra
eléctrica al lado. Parecía que los instrumentos lloraban ante el caso omiso de
lo allí presentes.
Las cervezas corrían por las mesas, la
gente se salía a la puerta a saciar el vicio de fumar, alguno también fumaba
para calmar los nervios, algunos viandantes se acercaban a la puerta para
informarse del evento y un relaciones públicas espontáneo, Andy, les engatusaba
hablando de la venturas y desventuras del trío que en breves empezaría a
actuar.
Sobre
las 22.00 horas arrancó el espectáculo.
Sonaba acogedor,
muy acogedor. El piano rey hablaba (por los dedos de May la Goulue), en su
lenguaje, algo lloroso, de manera que creó una enorme expectación, la guitarra
reina (acariciada por Luis) se introdujo sin que a penas nos diéramos cuenta y
un ángel empezó a recitar (Mery Malaya le prestó sus cuerdas vocales).
Todo era perfecto, sonaba perfecto, olía perfecto,
sabía perfecto. Colores, sabores, sonidos, sentidos,
silbidos, pasiones, melodías, temores temerarios, aullidos sin lobos ni luna
llena. Perfecto, todo perfecto, sólo perfecto.
May entonó en canto a la tristeza del verso
en aquella amenaza al que le hizo tanto daño como para despertar su odio. El
único capaz de herir de muerte, degollar y, así, acabar con su pobre Barbie.
Luis nos llevó en volandas, con la ayuda de la reina, la guitarra, durante todo
el espectáculo. Malaya y la Goulue regalaban los oídos de los fieles que no
consentimos movernos de la silla en todo el concierto. Enrique, el dueño del
bar, tiraba fotos a diestro y siniestro.
Aplausos y más aplausos, público entregado donde los
haya.
A la hora, más o menos, Andy abrió el
micrófono, ficticio, para que cualquier valiente, o cualquier persona que
quisiera, saliese a recitar, leer, o contar algo.
Tres.
Tres fueron los atrevidos: Andy, Carlos
Guerrero, y Amanda Gil.
Se hicieron partícipes, en parte, de la
actuación. Cada uno a su manera, con su voz, sintiendo a la intensidad que
necesitaban.
Dicen que los aplausos y las conversaciones
posteriores con el público es lo que alimenta a los poetas. Todos y cada uno de
ellos se llevó una ración de aplausos impagable.
Carlos
Guerrero Jiménez 23/6/2012
Guerrero
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