A Rimbaud
Esta bien, lo reconozco
fui yo quien se acercó a él
pero él no puso ningún impedimento.
Agarró mi mano y me llevó a conocerla,
me enseñó a quererla y despreciarla al mismo tiempo.
Yo nunca pensé en ella como una puta,
lo juro. Pero se ofrecía a nosotros
y se encendía con tanta fuerza
que casi era imposible resistirse a devorarla.
Me arrastró por lúgubres tabernas
atestadas de humo y humanidad,
ceniza, sudor y absenta.
Dorados burdeles de alfombras enmohecidas
en los que pelirrojas de nalgas níveas
golpean a sus monsiers con vehemencia.
¡La niña, la niña, la niña!
Seguimos a una niña de ojos negros
hasta la iglesia en la que fue violada
por su párroco. Y con la última vela
encendida la niña prendió fuego al
impoluto alzacuellos del abusador,
del violador de mentes sin escrúpulos
que la hizo sentir como una mártir
que lloraba lágrimas de sangre por la vagina
y se vaciaba de pecados por la nariz.
Yo nunca pensé en ella como una puta,
lo juro.
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